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Sammasati: «Vuelve a ti, sé tu propia Luz»


Desde que llegamos al mundo convivimos con muchas personas y situaciones que nos empujan en una dirección que excluye la visión y las necesidades de nuestro corazón. Empieza a suceder en la más tierna infancia, amparándose en la necesidad de educar, enderezar y encauzar al menor, y poco a poco acaba convirtiéndose en un estilo de vida. Luego, en la edad adulta, estamos tan acostumbrados a ignorar a nuestro corazón que muchas personas no conocen otra forma de vida. La mente —el ego, los prejuicios, la ideología, el control, la voluntad de poder, los mandatos, los «deberías» y «no deberías»— monopolizan su existencia en detrimento de la presencia, el corazón, la intuición, los sentidos, los sentimientos y la luz interior. 

No es de extrañar que las personas que mantienen el contacto con su corazón a menudo se sienten demasiado sensibles, raros, incluso defectuosos, y tienen dificultades para adaptarse a la sociedad. Porque la sociedad nos exige disociarnos de nuestro corazón, de nuestras necesidades, de nuestros anhelos, de nuestra verdad, y nos empuja a adoptar una personalidad, unos ideales impuestos y un estilo de vida artificial.

Cuando debido a la presión de la sociedad nos hemos esforzado mucho en ser y hacer lo que se esperaba de nosotros, a menudo sentimos un vacío y una gran insatisfacción, consecuencia de habernos abandonado durante muchos años. Llegado a este punto, tal vez te preguntes: «¿cómo puedo recuperar el contacto con mi naturaleza esencial y con el verdadero propósito de mi vida?».

Siddharta Gautama Buda nos lanza una invitación: Sammasati: «vuelve a ti, sé tu propia Luz». A través de este sutra nos invita a conocernos de verdad, a desnudarnos de la identidad, las expectativas y los ideales que nos ha dado la sociedad, para ser y vivir de acuerdo a nuestra propia Luz. La invitación de Buda es muy sugerente: ¿quién no quiere, en lo más profundo de su corazón, ser y vivir de acuerdo a su propia Luz? 

Pero, ¿cómo podemos ser nuestra propia luz cuando no la reconocemos? ¿Dónde podemos encontrarla? Solamente puede encontrarse en nuestro interior, tapada con capas de condicionamientos, creencias, mandatos, conocimientos, heridas, temores, deseos, prejuicios, ideología... Nuestra mente está tan cargada y saturada que tapa el brillo de nuestro Ser.

En Occidente la mente está sobrevalorada, se ha convertido en el centro de todo. La presencia, la naturaleza silenciosa del Ser, ha sido ignorada. Por eso vivimos con tanta ansiedad y frustración, porque la mente egoica se ha apoderado del ser humano. Hemos olvidado que la mente es solamente un instrumento y nos hemos convertido en instrumentos de la mente. Cuando el ser humano se convierte en una marioneta de su propia mente sufre, porque pierde el contacto con el aquí-ahora, con su corazón, con sus necesidades reales, con la luz, el silencio y la alegría del Ser. Su agitada mente no le permite relajarse, abrirse, disfrutar, jugar, fluir, contemplar. Cuando la mente se apodera del Ser, el ruido mental nos separa de nosotros mismos y de la vida. 

A medida que la cultura occidental se ha ido imponiendo en todo el planeta, la mente ha ido acaparando más espacio en la vida del individuo, hasta llegar al punto en que se ha convertido en su centro, en detrimento del corazón. Pero no siempre ha sido así. Antiguamente el ser humano vivía más enraizado en la vida, en la naturaleza, en el cuerpo, y más centrado su corazón. Hay un pasaje de la vida de Carl Gustav Jung, uno de los padres de la psicología, que refleja esta realidad: 

Había un indígena que pensaba que los blancos estaban locos. Jung le preguntó por qué creía eso, a lo que el indígena respondió: 
—Ellos dicen que piensan con la cabeza. 
—Claro que piensan con la cabeza —replicó Jung—. ¿Cómo piensan ustedes?
Y el indígena, sorprendido, respondió: 
—Nosotros pensamos aquí —y señaló el corazón.

La sabiduría oriental relaciona el sufrimiento humano con el grado de identificación mental; es decir, a mayor identificación del individuo con su mente y su personalidad –el ego–, mayor sufrimiento. O sea, cuando creemos que somos nuestra mente –el flujo cambiante de pensamientos–, nos desconectamos de nuestra naturaleza esencial –la presencia amorosa del Ser–, y sufrimos. Para aquietar la mente, disolver la identificación con los pensamientos y reconocer nuestra naturaleza esencial, en Oriente se creó el arte de la meditación.

¿En qué se diferencia la Luz de la que habla Buda de la mente? Muchas personas no lo pueden diferenciar, porque hay tanto ruido en su mente y tanta identificación con los pensamientos que no son conscientes de la presencia silenciosa que contiene todo. Cuando el proceso mental suplanta a la presencia, cuando no hay silencio interior, la luz del ser queda eclipsada.

En la India, tradicionalmente, cuando un hombre o una mujer se cansa de ser un esclavo de las expectativas de la sociedad y de propia su mente egoica, de la ansiedad y la insatisfacción que genera vivir persiguiendo espejismos, y anhela despertar el maestro interior —encontrar su propia Luz—, busca un maestro espiritual que le inicie en el arte de la meditación.

La meditación nos ayuda a aquietar la mente, a conocernos y desprogramarnos, a liberarnos de todo aquello que nos impide reconocer nuestra naturaleza esencial. El propio Buda, tras cuarenta años impartiendo enseñanzas e iniciando a miles de buscadores, nos recuerda: «Sammasati: vuelve a ti, sé tu propia Luz». A través de su última enseñanza nos insta a no perdernos en la mente, a reconocer y regresar a nuestra naturaleza esencial.

Curiosamente, todos los seres despiertos coinciden en este punto: sus enseñanzas son una invitación, a través de diferentes caminos, a descubrir nuestra propia Luz. Ningún maestro espiritual auténtico ha dicho que debemos rechazar nuestra naturaleza esencial y dejar nuestro destino en manos de una estructura de poder o una casta sacerdotal. Ninguno. Y sin embargo todas las religiones se atribuyen el privilegio de ser los embajadores de Dios y del maestro, de hablar en su nombre, y exigen sumisión y obediencia a la institución desde la tierna infancia.

Ser tu propia luz no significa cerrarse, acorazarse o no apreciar la luz y las enseñanzas de otros seres humanos. No significa poseer la verdad, ser impermeable, ni estar por encima de los demás; significa que asumes  tu responsabilidad —no te abandonas—, no entregas tu poder a nadie, a ninguna persona u organización, ni siquiera a tu propia mente egoica. Aprendes a observar silenciosamente, a disolverte en la presencia y a confiar en la luz del corazón.


Extracto del libro: 'Sanar el corazón'.
Despertar el maestro interior 
y sanar las heridas emocionales.

Ketan Raventós Klein
- Ediciones Gaia -
 

 

 

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